ANGELINES

Hoy me voy a volver a atrever a ocupar el espacio de Pasavemira y Olipen para dar homenaje a una persona que se ha ido hace algunos días. Una buena persona, como tantas y tantas hay, de la que los periódicos no han dicho, ni dirán, una sola palabra. La vida de Personas como Angelines le importa muy poco a casi nadie. Pero diré, que reconstruir su vida, indagar para hacer esta entrada, ha supuesto uno de los ejercicios más gratificantes que he hecho en los últimos años.

El que escribe     

                                     (A las gentes que simplemente viviendo han hecho Madrid...)




“Per istam sanctam Unctionem et suam piissimam misericordiam adiuvet te Dominus gratia Spiritus Sancti. Amen”. Don Benito administra el Sacramento de la Unción: Inalterable, impersonal, monótona; su voz destaca sobrecogedora  entre los murmullos que brotan desde el  fondo de la habitación: “Ut a peccatis liberatum te salvet atque propitius allevet. Amen.” Angelines duerme, duerme profundamente:


El siete de febrero del año mil novecientos veintiocho,  a pesar del difícil parto, a pesar del mal agüero de cruzarse camino a la maternidad con un cortejo fúnebre (ni más ni menos que el de Madame Pimentón); a pesar de todos los pesares que ocurrieron aquel día; en la Maternidad de O’Donell, vio la luz una niña a la que sus padres y la Santa Madre Iglesia dieron por nombre  Mª de los Angeles, y  su tío Agustín la dotó con el más llano y sencillo de Angelines.


Dicen que los niños vienen siempre con un pan bajo el brazo. Angelines pan, lo que es pan, no trajo; pero a los pocos días de haber nacido, don Elias, amigo de tertulia del padre, y a la sazón inspector municipal de abastos; se llegó hasta la casa donde vivían, sin más intención que la de ofrecer al padre un puesto de encargado en la sala de despiece del nuevo matadero, resumiendo: Angelines, vino al mundo con un morcillo debajo del brazo. 


La infancia de Nines, como la llamaba su tío Agustín, duró apenas ocho años. Acabó de golpe, una tarde de verano, en que tío Agustín se encontraba en la Calle de Alcalá, casi esquina con la de Barquillo, comprando un cucurucho lleno de caramelos berlangot. Dos asesinos muy repeinados, se acercaron a Agustín   preguntando: ”¿No te gustan  los caramelos de CAFE? ¡Pruébalos!” Le dispararon dos veces a bocajarro huyendo por el Pinar de las Gómez. Agustín fue asesinado simplemente por querer vivir con justicia, y pertenecer al Partido Socialista Obrero Español. Muchos más fueron los asesinados en aquel verano, y en el otoño, y en el invierno...


Llegaron los fríos,  y con ellos los días grises de un larguisimo  invierno de silencios forzados que duró casi 16 años. Angelines se fue haciendo mujer a fuego lento, como los potajes y cocidos que en la bilbaína veía preparar a su madre, cocinera de pro, que en su día ejerciera tan bello oficio en la cocina de la casa de unos marqueses, de ahí, de la calle Espalter.


A salto de pulga, las tardes de invierno se fueron haciendo más largas, el cielo de la Villa se fue poblando de gorriones buscando nido,  Angelines comenzó a pollear con un muchacho  perteneciente a esa casta que en la Villa ha sido siempre casta de respeto: La casta de los taberneros.


Sí, a  Tomás ahora recién casado, le salieron los dientes detrás de la barra de mármol de la  tasca que regentaba su padre,  que antes regentó su abuelo, y que de ahora en adelante regentarían Angelines y él: Cocido, los martes y los jueves; potaje,  todos los viernes de cuaresma; ensalada española y salpicón, en julio y  en agosto; y, como recitaba el rotulo: “Banderillas, callos y caracoles acompañados de las botellas de vino que hagan falta, todos los días del año”. 


El matrimonio entre Mª de los Angeles y Tomas quedo consumado y debidamente santificado en otoño. Fruto de aquellas consumaciones, al año y pocos meses de la primera, vino al mundo, esta vez en El Clínico de San Carlos, Isabel;  justo tres años  después, lo hizo Salvador. 

Los días se aceleraban y aunque la primavera no llegaba, aun no ha llegado, cada vez pasaban más acelerados como si la vida tuviese prisa en pasar. Isabel creció, se casó, bien; con un empleado de banca. Salvador, fue un niño melancólico, que al crecer se convirtió en un  introvertido jinete, que subía al hiperespacio y bajaba a los infiernos en una misma galopada. Un día, la sangre de salvador se volvió espesa, su cuerpo se llenó de ronchas y salpullidos. De nada sirvieron los cientos de exvotos y demás cambalaches que Angelines presentaba casi a diario ante el Cristo de Medinaceli; o si sirvieron, lo cierto, es que Salvador se marcho un día de invierno, llevándose un buen pedazo del alma de Angelines. El día en que se marcho Salvador, el tranvía de la vida comenzó su descenso, solo hizo una parada cuando Isabel tuvo al niño y volvió a ver reír a Tomás, que también se marchó un día de invierno. El tranvía ya no se detuvo más veces y los días y los años pasaron hasta el veinte de julio de dos mil quince en que el tranvía comenzó a frenar al final de la cuesta.

¡Angelines! dijo don Benito con dulzura ¡Angelines! repitió levantando la vista y mirando a Isabel. ¡mamá! ¡mamá! 

Las fotografías de esta entrada pertenecen a las "Madrid" y "Angelines" y han sido realizadas en la primavera y el verano de distintos años.


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