Nos
situamos en Madrid, en el edificio de Correos y Telégrafos, en el
número uno de la Plaza de
Cibeles. Estamos en el gris, frio y sórdido invierno de 1943. Son las ocho y media de la mañana, y en “LA CASA DEL CAFÉ –Bar Correos-“ de la Calle de Alcalá, los funcionarios del Cuerpo, forman un buen guirigay mientras disfrutan de un corriente con leche: Achicoria, con vaya usted a saber que brebaje parecido a la leche. Baldomero, técnico del negociado de justicia, siempre que entra en el Bar Correos a esas horas exclama: ¡Coño, aquí hay más hombres que en la guerra! Aunque la única risa que se escucha entre todo ese barullo, es la de Facundo, el ordenanza de la dirección.
Cibeles. Estamos en el gris, frio y sórdido invierno de 1943. Son las ocho y media de la mañana, y en “LA CASA DEL CAFÉ –Bar Correos-“ de la Calle de Alcalá, los funcionarios del Cuerpo, forman un buen guirigay mientras disfrutan de un corriente con leche: Achicoria, con vaya usted a saber que brebaje parecido a la leche. Baldomero, técnico del negociado de justicia, siempre que entra en el Bar Correos a esas horas exclama: ¡Coño, aquí hay más hombres que en la guerra! Aunque la única risa que se escucha entre todo ese barullo, es la de Facundo, el ordenanza de la dirección.
Facundo
es calvo, cheposo, y fofo; entró en el cuerpo en 1924, verbigracia
del director de entonces, un joven espigado, muy estirado, que no
paraba de fumar; y que era la viva estampa de D. Alfonso XIII, cosas
de la genética. Por todos es sabido que a facundo le gustan las
bromas pesadas, el arroz con pichón que dice se come todos los
domingos en su casa, y, quizás porque él tiene la mesa en la torre
junto al palomar, encima de todos. Presumía de conocer la vida y
milagros de todo el personal que abajo. Quien sabe si contándosela
alguien, o callando, podría sacar algún beneficio.
Facundo,
no suele bajar al Bar Correos, pero esa mañana, tenia que arreglar
con los ambulantes del Expreso de Andalucía la encomienda de unos
cuantos paquetes de Chester. El entremés a todos sus arreglos
era siempre el relato de alguna de sus bromas, siempre bien aderezada
con un más que generoso chorro de su avinagrada risa. Y ahí estaba
Facundo, riendo a mandíbula batiente y señalando a uno de los
asientos de la barra del Bar Correos.
Luis
Cifuentes trabajaba como cartero, vivía, o mejor dicho, malvivía,
en un cuchitril frente a la estación de las Delicias. Las noches que
no tenían para cenar, casi todas; él, la mujer, y los tres hijos,
salían a ver partir el Lusitania Exprés. A los niños les fascinaba
ver arrancar aquella mole toda iluminada, y él, no podía apartar la
vista de todas aquellas señoritas elegantes, extranjeras la mayoría
de ellas. Mientras, la mujer de Luís se acurrucaba en los bancos de
madera de la sala de espera, con el ojo bien atento para encontrar
algún diario portugués, de papel más fuerte, con el que envolver y
calentar su pecho aquejado de una incipiente tuberculosis. Esa era la
estrategia de Luis Cifuentes para engañar el hambre: Ir a ver la
partida del Lusitania Exprés.
Facundo
se fijó en Luís Cifuentes, y una tarde, desenroscó uno de los
asientos redondos forrados de Skay rojo del Bar Correos. Lo envolvió
perfectamente, lo rodeo con hilo de cáñamo, lo lacró, y se lo
entregó a los ambulantes del Expreso de Galicia, que a la sazón
recorría la tierra de Campos; con la petición de que a su regreso
se lo entregaran al cartero Luis Cifuentes, y así hicieron estos.
La
cara de Cifuentes fue todo un poema cuando los ambulantes le
entregaron el paquete procedente de Cantiveros y recogido en la
estación de Arevalo. El tenia familia en la Moraña, pero desde
antes de La Guerra, no se hablaban, ¿y le enviaban un paquete? ¿Qué
sería? Su cabeza acelero en la búsqueda de respuestas ¡Ya está!
está claro, ¡es un pan blanco! un precioso pan blanco, de los que
hacían sus primos, obradores en Cantiveros. Luis se puso contento, y
en cuanto acabó la jornada salió de estampida para su casa:
¡Antonia! ¡Antonia! Mirar lo que traigo ¡UN PAN BLANCO! Los críos
se juntaron en torno a la mesa; Y Luis se puso, con toda la
parsimonia y el boato del que era capaz, a desenvolver el paquete.
La
tristeza y las lagrimas se adueñaron de los cinco, Luis con un
cuchillo destrozo aquel asiento que fue a parar a la bilbaina, y
aquella noche no pudieron, a pesar de que tampoco tenían nada para
cenar, ir a la estación de las Delicias a ver la partida del
Lusitania Exprés.
A
la mañana, Luis, con los ojos llenos de lagrimas, se encaró con
Facundo, con el que se encontró por casualidad en el patio de
operaciones. Facundo solo fue capaz de soltar una, dos, tres, cuatro,
de sus risotadas y contestar: Y a mi que, yo este domingo tengo arroz
con pichón.
El
sábado, los correturnos, al entrar en el patio de operaciones, sobre
el entramado roblonado y acristalado que hacia de techo, encontraron
a Facundo muerto, allí estampanado, con un pichón entre las manos.
Había caído desde arriba, en la torre, del palomar; donde no hace
tanto tiempo, tenia el despacho la alcaldesa de la Villa.
Esta
historia esta dedicada todos, pero a todos, los que han herido,
saqueado, y pretenden hundir el futuro de este hermoso pedregal. ( A
esos, con desprecio...)
Las fotografías de esta entrada pertenecen a la serie "Historias" y han sido realizadas en el invierno y la primavera de 2016.